jueves, 20 de mayo de 2010

Geografías de la piel.

Ninguna Ítaca se compara a la que llevamos impresa en el cuerpo, o a aquella que reconocemos en el cuerpo ajeno, aquel que jamás ha de pertenecernos y que, sin embargo, se muestra tan nuestro en el momento de compartirse, en el instante insólito en que los nombres son arrancados de su más latentes superficies para quedar sólo el abrazo.
Uso común entre lo guerreros de cualquier época es el contar las heridas, el lucirlas ante el primero que se ponga en el camino, como prueba indudable de las batallas libradas y sobrevividas. El amante, por el contrario, es prueba mortal de discreció, jamás mostrará sus heridas por más que sepa que se encuentran a flor de piel, que son físicamente notorias y dolororas. El sufriente, podría decir: mira, aquí sobre mi pecho se nota la ausencia de ella, aquí fue el último resquicio que guadó su aliento, aquí su aroma. Y sin embargo, lo calla, porque su silencio es otra forma de andar el recorrido, de lanzarse a la travesía sin atarse a mástil alguno.
Recién en mi pierna izquierda reconozco una nueva geografía: un tatuaje. La decisión de hacerlo fue muy difícil, pues, con su llegada el cambio de piel, de alma toda es definitivo, me reconozco otro, y el territorio que cada trazo conlleva me recorrerá la sangre en lo que me queda de vida.
Lugar receptor de caricias, de sudor, de torturas, de calamidades y terremotos, la piel se abre se muestra toda y se vive cuerpo.
F de L.

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